Hasta la llegada al poder de
Mauricio Macri, casi simultánea a la de Donald Trump y seguida luego por la del
francés Macrón, exponentes cabales del mundo empresario, ni siquiera
representantes del capital sino los poseedores directos del mismo, el signo de
la democracia liberal capitalista tal como la conocíamos parece cambiar de manera radical,
o quizá muestra al fin su cara más real y que hasta ahora se cubría con el velo
de la representación política. La crisis de los partidos que comenzó a ocurrir
a fines de la década del ochenta y se fue profundizando, permitió el ingreso al
terreno político de aquellos que siempre habían participado como lobbystas, factores de presión y/o
corruptores de aquellos políticos y hombres de partido que ejercían la
representación democrática, para ganarse los favores de éstos e influir en el
poder político, sobre todo para asegurar las tasas de ganancia de sus empresas,
ganar las licitaciones de obras públicas, hacer grandes negociados a través de
los títulos de deudas del estado y/o garantizarse la impunidad necesaria para
la evasión y la fuga de capitales.
Los empresarios buscaban
acrecentar su capital, algo intrínseco al capitalismo, y para eso debían
influir en los políticos de todas las formas posibles, ya sea para cartelizarse,
eliminar la excesiva competencia, construir grandes monopolios, cambiar
legislaciones regulatorias, etc. Esta influencia, la más de las veces ejercida a través de sobornos a funcionarios, constituía lo que comúnmente
se llamaba corrupción. Y fue la forma en que los grandes empresarios de hoy
construyeron sus fortunas como corruptores de políticos, funcionarios y
sindicalistas corruptos. Es decir, no les era necesario el ejercicio de la
gestión del estado, puesto que podían influir de manera permanente y efectiva y
a la vez mantenerse en la segura opacidad del anonimato.
Con el avance de la democracia
como sistema legítimo en la subjetividad social, con todas las prerrogativas
que esto incluye, como la separación de poderes, la necesidad de organismos de
control ciudadano sobre los gobernantes, el desarrollo de la prensa libre, los
medios de comunicación masivos y las nuevas tecnologías de la información, se
volvió cada vez más difícil, tanto para empresarios corruptores como para los
beneficiarios de las dádivas y sobornos, mantener el secreto sobre estas
prácticas mafiosas y comenzó un incipiente proceso de deslegitimación de la
política a la vez que tomaban estado público los nombres de los dueños de las
empresas. También surgió la necesidad de legitimar y legalizar de alguna manera estás
prácticas de corrupción estructural que vinculaba al sistema empresarial con el
político y el sindical. Así comenzaron a aparecer las leyes que regulaban el
lobby empresario tratando de darle un marco de legalidad a una práctica sospechosa y también la llegada a la política de empresarios que hasta
ahora se habían mantenido en la oscuridad impune y anónima, y con el avance de
la democracia, es decir a partir de que los ciudadanos internalizaron los
preceptos democráticos e intentaban cada
vez más realizar esa utopía, se vieron obligados a ingresar en el barro de la
política. No para ejercerla, sino para eliminarla en su forma representativa, y ponerla en función de los intereses del capital y volverla una democracia participativa sólo
para los dueños del capital.
Es lo que se vive de forma
descarada en la Argentina, son los empresarios del gran capital concentrado,
encabezados por el clan Macri, quienes incorporaron el concepto de democracia
participativa y lo pusieron en práctica, aunque sólo para ellos. Para el resto
de la sociedad, es decir la inmensa mayoría, sigue siendo representativa. Lo
que se eliminó en el caso argentino es la mediación política que existía entre
gestión estatal y negocios privados, ya que ahora quienes realizan la gestión
del estado y los negocios privados son
los mismos e incluso quienes los controlan son ellos mismos. La democracia
participativa de los dueños del capital funciona como una asamblea de
accionistas en la cual los principales CEOS de las empresas son a al vez
gestores de las políticas públicas y de los organismos de control, con lo cual
logran de esa forma eliminar el costo económico que representaban los sobornos
a funcionarios políticos. Claramente esta parcialización de la democracia
constituye un cercenamiento a la misma o directamente su costado quizá más escondido,
y a la vez el saqueo sistemático de los recursos del estado que dejan de estar
en las arcas públicas y pasan a manos privadas ya sin la necesidad de sobornos
o coimas porque los encargados de tomar las decisiones de gestión son los
mismos que van a ejecutar, a través de sus propias empresas, por ejemplo, la obra
pública. Aún mantienen cierto decoro y nombran testaferros, pero quizá dentro
de poco ni siquiera haga falta eso. Sería un paso más hacia el total
sinceramiento y la transparencia.
Es este el fondo de la democracia
liberal capitalista, el gobierno de los dueños del capital ya sin mediación
política, sin representación, sino con la participación directa de un grupo
pequeño, una elite de millonarios que gobierna a la vez que hace negocios, legitima
y legaliza la expropiación de lo público en función de la reproducción de sus
ganancias. Este sinceramiento y esta transparencia de las relaciones de poder
basadas en lo económico es la verdadera novedad del gobierno argentino. Y si se
profundiza y encarna en lo cultural cumplirá el objetivo de solidificar
profundamente la estructura desigual de la Argentina. Y es lo que pone fin, al
menos de manera temporaria, a la democracia tal como la conocíamos, es decir
con mediación política entre los distintos factores de interés que hay en una
sociedad.
¿Y no es eso lo central de una
democracia? ¿Esa mediación? ¿Básicamente entre el capital y el trabajo? Podría
serlo en una democracia que no necesariamente fuera ni liberal ni capitalista,
aunque podría incluir el capital y la iniciativa privada. Si el marxismo
postulaba la dictadura del proletariado, en la argentina de hoy vivimos un
gobierno directo de los capitalistas que había que llamar de manera novedosa,
ni dictadura ni democracia, se intentó el término ceocracia, no sé si es el más adecuado. Más bien parece ser que
esto es lo que subyace en toda democracia liberal capitalista. Lo que se ha
caído es la máscara y a aparece la esencia profunda que se intentó disimular
tanto como se pudo.
Lo que queda claro es que ante el
proyecto de democracia directa, liberal y capitalista de los empresarios, sólo
cabe la postulación de la democracia directa, social y justicialista de los
trabajadores. Un proyecto de democracia elaborado y llevado adelante por los
trabajadores en el cual se pueda recomponer el sistema de mediación política y
control ciudadano que favorezca a las mayorías, pero más allá de eso, que esas
mismas mayorías sean las protagonistas directas de la gestión de gobierno, del
proyecto y programa de país.
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