sábado, 24 de marzo de 2012

Progresismo e identidades colectivas

Se largó hace tiempo, desde los medios de comunicación, los blogs y ciertos rincones presuntamente pensantes de la clase media, el debate sobre qué significa el progresismo. Detrás de este debate, el tema de fondo parece ser la identidad política de la clase media.

Permitámonos dudar de la categoría de clase media que se usa con total liviandad y que ya poco aporta a la comprensión de la lucha discursiva que se viene desarrollando. Las identidades sociales -y lo que llamamos clase media es una de ellas- suelen ser entidades difusas, difíciles de categorizar con precisión, complejas y cambiantes, sujetas a permanentes reactualizaciones. El campo de la economía no determina por sí solo identidades sociales, mal que les pese a los marxistas más ortodoxos. Estas se construyen a partir de múltiples determinaciones, es decir, están sobredeterminadas y siempre en movimiento, por eso son difusas y plurisignificantes, abiertas y cambiantes, contradictorias.
Ernesto Laclau, en varios de sus escritos, insiste en que una identidad colectiva se forma a partir de la posibilidad efectiva de articulación de  una serie de demandas insatisfechas a través de una cadena equivalencial, de manera tal de poder construir un antagonismo, es decir, de poder establecer un cierre, un afuera, un otro ontológico que aparece como el responsable de la insatisfacción de todas las demandas que forman la cadena equivalencial. Se forma entonces una totalidad parcial -valga el oxímoron-, una vez que se ha establecido este antagonismo radical, que es condición para que exista una identidad colectiva.
Una demanda aislada y particular de cierto sector social (por ejemplo la lucha por el traslado de la pastera Botnia que desarrollan los asambleístas de Gualeguaychú), es una demanda democrática totalmente legítima pero que ha sido incapaz de sumarse a una cadena de demandas amplia, de distinta naturaleza y de diferentes reivindicaciones. Por tanto sigue aislada, no construye identidad popular. En cambio, cuando las demandas son capaces de articularse en una cadena equivalencial, es decir, son una pluralidad de demandas que han tomado la forma de una lucha hegemónica, que han logrado establecer un cierre, un afuera, y han sido capaces de articularse en un discurso que las contiene a todas, pero además se ha logrado privilegiar a una de ellas como la portadora de sentido, se ha creado una identidad popular (por ejemplo, el discurso de Derechos Humanos que lleva adelante el Gobierno).
El debate sobre el progresismo al que refiere esta nota tiene, a mi juicio,  mucho que ver con estas lógicas de formaciones discursivas.

Progresismo, democracia y dictadura
Cuando Jorge Lanata dice "me tienen harto con la dictadura", no está comprendiendo que "la dictadura" es hoy mucho más que la sangrienta situación histórica que vivimos los argentinos entre el 76 y el 83 y todas sus consecuencias. Hoy la dictadura es el otro ontológico a través del cual se define antagónicamente nuestra democracia actual. Si nuestra democracia hay algo que no quiere ser, eso es la dictadura. La dictadura amenaza nuestra democracia, la niega, y por eso podemos sentir y comprender la identidad democrática, porque hay algo que no es la democracia. El significante democracia se ha llenado y contiene una pluralidad de demandas equivalentes que cobran sentido a partir de una cierta articulación y se amalgaman bajo el concepto de Derechos Humanos. Se ha transformado en una identidad popular en contraposición a la dictadura, a través de la idea articulatoria de los Derechos Humanos. Este clivaje, que sólo había sido esbozado durante los dos primeros años de gobierno alfonsinista toma, a partir del 2003, una vitalidad inesperada. El aislamiento que sufren hoy los comunicadores que se autodefinen como progresistas, otrora estrellas de la lucha contra el menemismo (Lanata, Magdalena, Tenembaum), y que los desespera, tiene que ver con que las demandas de las que eran portadores durante la era menemista y que habían logrado articularse en su forma popular, a partir del cambio que ha operado en la sociedad post 2001 comenzaron a satisfacerse.
Durante el menemismo, el otro ontológico, el afuera, era el menemismo. El progresismo se definía por lo que no quería ser, ser progresista era no ser menemista, pero también era no ser político, no ser el estado, no ser el oficialismo. Este corte antagónico permitía que una serie de demandas muy disímiles que iban desde la lucha por el empleo, la lucha contra la corrupción, la lucha por los Derechos Humanos, hasta la crítica a la estética formal del entonces Presidente Menem, formaran la cadena de equivalencia y se forjara una identidad popular. Se emocionaron con la Alianza, se desencantaron luego, sobrevino el 19 y 20 y se cristalizó la cadena de equivalencia en la demanda madre del QUE SE VAYAN TODOS. De un lado quedaba la sociedad y del otro los políticos, el gobierno y el estado, que eran los causantes de las demandas insatisfechas del la sociedad. Pero como toda identidad se define relacionalmente por lo que no es, no bien el otro ontológico cambia no puede más que modificarse la propia identidad antagónica. Lo que le sucede hoy cierta parte del progresismo tiene que ver con esto, con la incapacidad de comprender que la lógica del antagonismo ha cambiado, por tanto la identidad popular forjada durante el fin del menemismo ya no existe, se ha diluido, ha mutado. Parecieran encontrarse anclados en la lógica de los 90.
Todo lo que constituía una identidad popular durante los 90, es decir, las demandas que se articulaban en la cadena equivalencial, comienzan a partir de 2003 a dejar de estar insatisfechas. La cadena equivalencial de demandas se desarma, por tanto, la identidad se derrumba y más aún si se lleva a cabo la satisfacción de algunas de esas demandas desde el espacio que era reconocido como el otro ontológico antagónico: el estado, el gobierno, los políticos y, en este caso también, el peronismo, otro cuco del pensamiento progresista.
La antigua identidad popular entra en crisis y con ella sus principales difusores mediáticos.
Este sencillo ejemplo muestra lo difusas que suelen ser las identidades colectivas y lo sujetas que están a la contingencia. Es por esto que la categoría de clase media no nos sirve para pensar el problema del progresismo. Desde la óptica que aquí se plantea, la clase media como colectivo estaría formada por una serie de demandas aisladas sujetas a la contingencia, por momentos algunas de esas demandas pueden formar parte de una cadena de equivalencias, de hecho eso es lo que pasa hoy con los sectores medios que apoyan al gobierno y que se identifican en dos clivajes: a) democracia vs dictadura;  y b) desarrollismo vs neoliberalismo. El problema que tiene hoy el sector de la clase media que no es afín al gobierno, es que no puede situar sus demandas en otra cadena equivalencial antagónica al gobierno, porque ninguna oferta le permite pensar que ellas van a ser satisfechas. Es decir, no hay un significante capaz de amalgamar. Una tentación fue el concepto de EL CAMPO, que al menos momentáneamente logró articular demandas disímiles en una lógica de construcción de identidad claramente populista pero de signo conservador y tradicionalista. El límite que sufrió esta construcción de cadena de equivalencias es que la clase media urbana, es decir aquella que tiene mayor visibilidad, es justamente urbana, y el accionar concreto de lo que se llamó EL CAMPO, cobró un fuerte contenido antiurbano a partir del lock out patronal que generó desabastecimiento en las ciudades. No se logró una articulación duradera y el intento se desvaneció.

Cuál es la ideología del progresismo…

El problema quizá sea pensar que el progresismo tiene alguna forma de ideología. El progresismo no la tiene en absoluto. Puede ir hacia la derecha o hacia la izquierda según el contexto en el que opere. El progresismo se emparenta más bien con la idea de moderación, de cierto equilibrio, es claramente una expresión política que tiende siempre al centro. Es erróneo caracterizarla como una izquierda democrática. Es más bien un concepto que debe ser permanentemente llenado a partir del análisis contextual. Por esta razón no es lo mismo el progresismo durante los 90 que en la actualidad. Porque, en tanto identidad colectiva articulada en un discurso que se define siempre por negatividad, el progresismo también es un concepto difuso, siempre en formación. Por tanto las demandas que articularían su cadena de equivalencias serán distintas en cada contexto. Veamos algún ejemplo:
El progresismo en los 90 abarcaba, entre otras, las siguientes demandas: trabajo, salud, educación, intervención estatal, transparencia, respeto a las minorías, justicia independiente, salarios dignos, juicio y castigo a los genocidas, soberanía, independencia, cuidado del medio ambiente, etc. Esta pluralidad de demandas se amalgama detrás del la idea de transparencia, en contraposición a corrupción. El significante corrupción encerraba a su vez, lógicamente al gobierno, al estado, a los políticos, a los partidos, a los sindicatos, y hasta al mercado. Los garantes de la transparencia fueron entonces los periodistas que expresaban y difundían las demandas progresistas (Lanata, Tenembaum, Magdalena, etc.). Sólo esa cadena equivalencial, en ese contexto específico, definida en antagonismo con todo lo que expresaba el menemismo, pudo amalgamarse detrás de la idea de transparencia y constituirse como una expresión de centro izquierda.
A partir de 2003, la mayoría de esas demandas fueron paulatinamente abordadas por el gobierno a través de la gestión del estado, situación que se acelera a partir de 2007 y que puede enumerarse repasando las siguientes medidas: nombramiento de una Corte Suprema independiente, generación de empleo, negociación exitosa de la deuda externa en default, reapertura de discusiones salariales, juicio y castigo a los genocidas, Ley de Educación Superior, Ley de servicios de Comunicación Audiovisual, Asignación Universal por Hijo, Ley de Matrimonio Igualitario, entre las más importantes.
De manera que el antagonismo transparencia / corrupción ya no define identidades. Y es en esta anacrónica lógica en la que se siguen manejando los periodistas como Lanata, Magdalena, Tenembaum, que son los portadores de cierta mirada progresista.
                                              

Ser progres hoy

Sería a su vez pertinente la pregunta sobre qué es ser progresista hoy. Nos animamos a acercar una respuesta: lo logrado desde 2003 a la fecha en materia de derechos sociales es el piso. Por tanto, ser progresista hoy sería reconocer los avances del gobierno e intentar solidificar las conquistas logradas, pero apuntando a una profundización y abordaje de aquellas cuestiones aún pendientes. En términos de demandas situaríamos la ampliación de derechos y ciudadanía de los pueblos originarios, el avance hacia las destrucción de las estructuras monopólicas, el mejoramiento de la calidad del empleo, la profundización de la distribución de la riqueza, la apertura a nuevas voces en el espectro mediático, el avance sobre el cuidado del medio ambiente, la reconstrucción de la red ferroviaria, el freno al avance de la frontera agropecuaria, la aceleración de los plazos de la justicia en las causas por crímenes de lesa humanidad, la apertura a un nuevo modelo sindical que permita desarmar las enquistadas estructuras burocráticas, por citar algunos ejemplos.
Existe una idea errónea de que es el gobierno el mayor factor de poder, por tanto, el progresismo con su impronta liberal implicaría siempre una alternativa de limitar al poder. El problema surge cuando el poder que hay que limitar no es el del gobierno y la gestión del estado sino el de las corporaciones. Límite que sólo puede lograrse a partir de una articulación de acciones del estado con la sociedad civil.
Participamos de la idea de que hay poderes en pugna por la hegemonía y que la impronta liberal de cierto progresismo le impide hacer una lectura del antagonismo existente en la coyuntura actual.
En general se piensa que lo difuso de las formaciones discursivas que se articulan en un discurso político suele ser un problema. Preferimos pensar que esa riqueza y contingencia es lo que hace posible cualquier operación política exitosa, o sea, la única forma plausible de acercarse a lo real que no puede ser representable. Comprender esto es estar abierto a la contradicción, es decir a que en una cadena equivalencial pueda haber demandas contradictorias y no obstante formar parte de una totalidad parcial, de una identidad colectiva, de un pueblo. Sólo las lecturas que entienden la posibilidad de lo social como algo totalmente transparente, pueden confundir el polo en que deben situarse en la lucha por la hegemonía, o sostener la credulidad de aparecer como imparciales. Si no hay contradicción hay esencialismo o teleología, en el peor de los casos fundamentalismo y muchas veces pura ingenuidad.